martes, 28 de enero de 2014



Este fantasma en especial de a momentos se olvidaba de su propia naturaleza y a raíz de un chispazo interno, se encendía de tal forma que me hacía dudar de quién era el verdadero muerto entre ambos… ¡Es que deberían haberlo visto! Jurando y re-jurando que su corazón no latía, mientras yo podría asegurarles que se lo oía, ahí cerquita, latiendo incluso más fuerte que el mío.

Al ritmo de este tamborileo incesante, él repetía incansablemente que su estado era irreversible e incurable, pero yo no podía evitar reírme para mis adentros, pensando que lo único incurable en ese hombre era su sordera, a la cual debía de tenerle mucho aprecio ya que la mantenía con considerable esfuerzo, como si su vida –o en este caso, su muerte- dependieran de ello.

Entonces yo le estiraba mi mano, en un intento casi desesperado para que, al menos por un segundo o dos, me permitiera tocarlo y así aclarar toda confusión, comprobando de una vez por todas que la sangre le corría por las venas tanto como a mí, que estábamos formados por la misma materia y que todos esos límites y diferencias que se aseguraba que había entre nosotros no eran más que convenciones que cobardes como él, aterrados de vivir, habían establecido. El problema era que con solo verme acercarme, él corría en dirección contraria y se esfumaba de escena, como solo alguien de su clase podía hacer.

En ese momento empezaba la persecución, en la que yo negaba su propia mortalidad y él rechazaba sus propios latidos – ¿les dije ya que se escuchaban terriblemente fuertes? Tanto, que me interceptaban  a mitad de la cena, me interrumpían la lectura y hasta se me quedaban resonando en la mente, aún después de que él abandonara la sala- y luego de años y años de disputa y altercado caímos en la cuenta de que ni estando vivo, ni estando muerto, había manera de dejar a todos satisfechos, por lo que nos dispusimos a acordar que nunca estaríamos de acuerdo y que este era un tópico en vano. Que si él quería estar muerto, tenía todo el derecho a estarlo y que ni yo, ni esos latidos sin dueño, teníamos por qué negarlo.

Lo que él nunca supo, lamentablemente, era que la verdadera razón que impulsaba mi ferviente necesidad de ver vida donde no la había y de oír palpitaciones donde nunca habían resonado, era que deseaba que fuera yo quien los aceleraba de esa forma, en vez de conformarme con creer que aquello que escuchaba era solo el eco de mi propio corazón agitado. Y lo que él nunca se atrevió a decirme en vida, era que la razón por la que tan desesperadamente quería convencerme de que había muerto ya hace tiempo, era que cada vez que nos encontrábamos podía percibir claramente el retumbe de un órgano que creyó que no funcionaba (y que nunca había aprendido a manejar); idea que le daba tanto pavor que prefería morir (o declararse muerto) antes de tener que hacer algo al respecto.

Fue recién el día de su muerte (la verdadera, la inevitable, y no la elegida) en que ambos nos enteramos que nos habíamos gastado la vida entera haciéndonos las preguntas equivocadas y que dejamos morir a alguien mucho antes de su auténtica defunción; pero para ese entonces, él ya estaba demasiado muerto como para hacer preguntas nuevas y yo estaba ahora demasiado viva como para poder escucharlas.